domingo, 28 de octubre de 2012

9/5

Llevo unos días en que un cañón
parece ha agujereado la boca de mi estómago
y al conducir el vaivén de mis oídos
me sumerge en un mareo nauseabundo,
donde la carretera es toda curva
y ola de alquitrán que me pinta los labios.

Ando perdida, sin fuerzas,
arrastrándome semana abajo
y vida arriba
tratando de escalar los nueves máximos
y los cinco mínimos,
tratando de escoger el polivitamínico ideal
y el plan perfecto para nuestro retiro.

Llevo un tiempo, también,
olvidando bajo la almohada
las agujas de un despertador asesino
para que no insulte mi despertar de otoño.
Hoy por cojones acelera el anochecer
como única manera de recordarme
que debo beber mucha agua,
café, cocacola, y tomar sal.

Quizás la palidez que muestra mi rostro
es la de hace tiempo,
la de saberme un fantasma
que se convertirá en polvo
y aún arrastra cadena y bola
-como en los cómics-;
la consecuencia inequívoca
de un síndrome de abstinencia ya conocido.



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